Simón Ratón

        Simón, un pequeño ratoncito, con aire misterioso y hasta un poco taciturno, emergía del interior de una calabaza, parecía desorientado. Miraba de un lado a otro, como drogado, casi como anestesiado con propofol; pero no; era solo el olor penetrante de las frutas descompuestas que provenía del mercado sabatino, -el mismo de todos los sábados desde hacía quince años, y el cual dejaba tiradas conchas y desperdicios a granel a todo paso y circunscripción remitida.  Volvió a mirar la calabaza, extrañado de su guarida circunstancial, y fue cuando se percató que lo rancio de los olores entremezclados y abusados eran traspolados hasta su hocico por el sol acuciante que acaecía sobre los alimentos casi desguazados lo que había mareado a sus sentidos, y lo que, en principio, lo había llevado a confundir a la calabaza con un queso gruyere.   
         Regresó, de nuevo al interior de ésta, intentando escapar de los pies abrumadores y enloquecidos de los humanos, que iban de un lado a otro –por cierto, parecían desorientados, también; pero no sólo en el mercado, sino siempre, pensó el ratoncito, ¡qué extraño!, y no entendía sí esto era producto de esos olores, lo cual funcionaba como un agregado de intoxicación, como si de LSD se tratase, sumergido, oculto, sutil, y subliminal que recorriera las calles del planeta y los hiciera más tontos, o menos inteligentes, pero con aires de superioridad,  o quizás, como si estuviesen en una especie de locura insana al tratar de correr detrás de casi todo por casi nada.-     Una vez adentro de su nueva e inesperada guarida se dió cuenta de las incontables semillas que dormían en el fondo de la calabaza, y decidió sentarse sobre el mullido centro de ésta a esperar que cesara el alboroto externo para poder salir a sus andanzas sin poner en peligro su "pequeña vida", e ir en busca de su verdadero queso gruyere.     Simón, sentado sobre la pulpa amarillenta, optó por empezar a contar las semillas que estaban en el centro de la auyama: 1, 2, 3, 27, 33, 99...y seguían apareciendo más, pero el ratoncito ya no podía seguir sumándolas porque se le habían acabado la serie de números progresivos que sabía contar.    ¿Y ahora qué? -se preguntó- ¿de qué me ha servido usar este tiempo contando y contando si no puedo llegar a una conclusión?.    Miró a las 99 semillas con aire de incertidumbre, desaveniencia,

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