El Cronista de Noche de Brujas

-¡Halloween, Halloween, saca tu calabaza y pon tu cabeza al sol!, ¡saca tu calabaza y pon tu cabeza al sol! –repetían los niños del apartamento de enfrente, mientras yo oía, a través de la de puerta de mi cocina, como iban recorriendo de un lado a otro a las dos puertas contiguas, amigueras, de ese pasillo rectangular, pidiendo dulces o en su defecto jugando bromas, riéndose a carcajadas, con ese humor inocentemente negro de los chicos pre-adolescentes porque ya entrada esta etapa, uno se volvía tosco, apático, más o menos inteligente, cero precavido y mucho más ingenuo de lo que era antes, sobre todo con los amigos; por supuesto, que a los padres no se les daba cabida ni tregua en esa mal entendida ingenuidad con el mundo circulante, cual burbuja de crema chantilly; sí, como esa que habías tenido tú, Pancho, en nuestro plato de postre el día anterior. ¿Lo recuerdas?, ¿me recuerdas a mí? Creo que sí. Pensaría que así fuera si no fuera por ese acento silbante, drástico e ininterrumpido que me seguía golpeando la cabeza, detrás de la nuca, y justamente, mientras estaba detrás de la puerta de mi cocina; pero detrás de qué. Detrás del pasillo; pero esto era sólo para mí, para los de afuera, ellos estaban delante de mí, y yo detrás. Parecería ser una coincidencia del tiempo o de las circunstancias estar de un lado o de otro, totalmente aleatorio; peo hoy, 31 de octubre, día de Halloween-win.win.win… sabía que no. Que no era tan redomadamente cierto, que seríamos o éramos partes aleatorias.  Y te seguía escuchando, ya no sé bien si en mi cabeza, o estabas ahí, en la cocina, intentándoles abrir la puerta, digo, a esos niños para darles algo diferente, nuevo: Halloweenn...halloween...win...winn...win...
Sí, Pancho, me había traído a casa esa noche, tantito después del postre en el Café Los Príncipes, en el puerto. Qué dulce se veía esa noche el Puerto, que en general, era tan seriamente concurrido, lleno de gentes de tantas partes, de peninsulares y de europeos, de africanos, de latinos. Una parte de Tenerife, soleada, y atestada de ¡bachacos de mundo! Sin embargo, esa noche, después de la cena con Pancho, había encontrado en el Puerto una dulzura diferente, un sabor salado modificado por los genes de la globalización, por el líquido rojizo, viscoso, contenido en nuestro cuerpo. ¿Qué extraño, no?, pudiera decirse, que lo había presentido todo, en ese instante, en esa mezcla de sabores. ¿O era al revés, que corrían las imágenes?
Me seguía golpeando la cabeza esa cantidad de sonidos de agua contra roca, de “trick or treat”, truco o trato, truco o trato… y la puerta a la que intentaba llegar desesperadamente, pensando que sería mi única posibilidad. Uy, Pancho, ¿por qué te habías ido así? ¿Sería acaso por mi mascarilla de pepino y fresa licuada, con la que me había untado la cara? ¿o por la batola negra, llena de pequeñas figuras dantescas que había comprado en el mercadillo, tú sabes por eso de las crisis y las ofertas? Pancho, Pancho…q ué me habías dicho; no, Clara; no podemos seguir así, tú no estás bien, debe verte un psiquiatra  Pero, es que yo no podía decirle; es que él no lo entendería nunca, aunque se lo explicase. No sabría, tampoco, cómo le podría ilustrar que la Santa Muerte no era como la procesión de espíritus que algunos veían y alentaban el día de Brujas, espíritus "buenos” que nos protegían de los "malvados"; cómo podía explicarle que eso estaba arraigado en mis antepasados, que no podía darle la espalda. Ay, Pancho, por ti quise darle la espalda, dejarla dormida, sin ofrendas, sin peticiones, tampoco; y tú por mí, por mis creencias esotéricas, místicas, quisiste alejarla de mí, ¿intentabas desafiarla dando ese golpe en la mesa de la cocina? Justo ahí, este día tenías que gritar y dar un coñazo. Y se cayó. De golpe, la Santa Muerte, nuestra protectora se partió en pedazos cortantes, inmensos, porque, además, era grande la figura de ella, de 0,66 mts. Tú sabías que había sido de mi madre…

Pancho me repetía que me parecía a ella. Que no aguantaba cómo me había mimetizado con la Santa Muerte. Que debía ver un psiquiatra; pero, exactamente ¿a qué se refería con eso de que me parecía a la Señora de atuendo mortecino? ¿era por la mascarilla, por la bata? Regresa, Pancho. Explícamelo. No me dejes ir así, sin saber por qué te has ido, por qué has dejado que quererme, por qué, por qué no me ayudas?... Y yo, seguía viendo aquel puerto inmenso y sintiendo el sabor dulce y amargo de la torta de chocolate, del chantilly emulsionado con brandy, del barraquito con espuma y leche condensada, caliente y.... Caliente.
Halloween, win.win.winnn... dulce o susto, repetían los niños; y ahora, ya tocaban a mi timbre, esperando que yo les abriera y les diera dulces, si no, lo más probable era que al día siguiente yo encontrase en la entrada de la puerta de servicio algunos pringados o broma clandestina que me tomase por sorpresa. Sin embargo, por lo que podía oler-me, ya no habrían más bromas. Tampoco podía llegar al pomo de la puerta. Y esta era mi última broma. ¡Vamos, un postrero intento!…
Alcancé el pomo, pasé las llaves, y me alcé del suelo para abrir la puerta. Sí; ¡qué alivio! Por primera vez me hacía feliz el chirriar de una puerta -recuérdenme aceitarla. Pa'luego, claro-. Se dejó abrir la puerta, mientras los niños, veían ese espectáculo que yo ya no podía magnificar, un charco de sangre, mi cara, cubierta con la mascarilla, rastros de lo que se presumía una figura asustante; salieron, por supuesto, corriendo. Escaleras abajo. Podía oírlos, cagados de susto y miedo, como si yo hubiese triunfado con mi broma repleta de mascarillas embellecedoras y batas de cruces anaranjadas.
Haloween, 31 de Octubre, un cronista de sucesos, reportaría que en un apartamento, en ciudad de México, se había encontrado el cuerpo de una mujer de nombre L, de treinta y tres años de edad, con número de identidad, -¡bah!, ¡¿qué importancia tiene ahora para ustedes?!-, con un golpe mortal en la cabeza, con fotos de unas vacaciones románticas en una Isla, las cuales se veían por el suelo, regadas, llenas de sangre. El cronista, intentaría vender una historia y sacarle provecho a Halloween, y a la Santa Muerte, a los eventos que parecían haberse concatenado en aquel espacio de ese apartamento. No importaba, ya el barraquito, ni el dulce, ni la historia, tampoco el dinero, que presumía el cronista, pues era él, Pancho. Si, el Pancho de Aurora.
Igual no importaba, Halloween, de una u otra forma: ¡Hellooo-winnnnnnn!, ese era el sonido lejano que oiría Aurora desde principio a fin: wiiiinnnn... y, había ganado, -pensaba Aurora- y la Santa Muerte, que parecía ganar en cada parada y recogida, sabía-que-no. Que a veces, perdía y ¡mucho! Que lo aleatorio cobraba vida y le quitaba sentido y tiempo a las Muertes, a la “Blanca –de las Nieves- y a la Negra –de Las Tundras-”, y que esto resultaba muchas veces doloroso. Pero, ¿qué podía hacer ella sino seguir su camino y hacer lo que podía cuando no la sorprendía un “trick or treat”? Y es que, al final ¿qué trato podía hacer ella, si justamente ella sólo contaba con unas cuantas fracciones de tiempo para negociar el tiempo? ¿fracciones para multar por cada infracción a sí misma? No tenía sentido; por eso... Por eso, es que lo aleatorio se atrevía aún a sorprenderla; y a veces, hasta le ganaba, como hoy.