Extrañas recompensas del futuro, pensaba Hilario -y así me lo había hecho saber- al releer una prosaica y relegada antología, que alguna vez estuviera a punto de ser publicada, y la cual, aprisionada en andrajos, ya, de algún contrato leonino por parte de una editorial había decidido reposar en un cajón profundo, no tan inmaculado, oloroso a tabaco recio, cubano, y junto a unas hojas secas que alguna vez fueron de coca, y las cuales me había dado el mismo Hilario después de su viaje a Perú. Nunca supe si este saquito repleto de hojas con las hojas de coca lo había traído expresamente para mí, o simplemente, era lo que le había sobrado a él de su aventura por el Machu Picchu. Ahora, le había tocado encontrarse con esa recopilación mía, beligerante, quizás, para algunos. No lo sé. Pero, una recompensa del tiempo –decía Hilario-, porque según él, aquí, aún yo no había dejado de ser lo que era, su amigo de ensayos, revoluciones políticas del 52, del 53, y copitas de taberna. Él decía que sí; que era beligerante la obra. Yo; sin embargo, opinaba que toda mi indumentaria era sólo lo que Julio Córtazar llamaría un cronopio en sí mismo, de mi mismo.
Sí, consideremósme ese cronopio.
Hasta ahora, no hay conciencia de que tales maravillas citadas como cronopios existan sin atenernos a las “famas y a las esperanzas”, también creadas o referidas por Julio, a través de cada uno de estas prosopopéyicas figuras porque para mí, éstas no podrían coexistir sino como entidades pertenecientes, como el alter-ego, la una de la otra; pero, esto no constituiría a lo que, específicamente, pretendía fungir como la meta de este texto. Sí es que tenía alguna. Quizás era sólo un error, un accidente de la mente misma al volcarse sobre el papel e intentar definirse como un personaje que buscaba entrar en acción. De nuevo. Ahora. Yo. Mi cronopio.
Un cronopio. El cronopio de Hilario, también, que veía en mí, a su indefenso ego.
Así hablaban de Marco, -Hilario, lo sabía, y me lo había dicho- cuando se referían a él; y ya no se sabía si era una moda impuesta por el mismo o si los demás, terminaron aceptándolo, y viéndolo, entonces como ese cronopio al que él había dibujado al intentar desdibujarse. A mí. A nosotros.
¡Habráse visto semejante estupidez!-. Lo había oído. Miles de veces. A través de cada gesto en el que alzare mi taza de café aromatizado, con vainilla y canela; allí, en ese cafecito, de aire antiguo en la ciudad de Caracas, mientras me deleitaba observando a los personajes alternos a mí, claro. Lo restante, todo era alterno. Los pasantes, los viajantes, los constituyentes del lugar, los objetos de siempre, los personajes que hacían de “Antique” un servicio con aroma de hogar, tan nuestro, que de veras parecía nuestro. Y solamente nuestro, pues de esos mismos “cronopios, famas, esperanzas” y olvidos que éramos nosotros constantemente en las incontables veces que acudíamos a una cita con nuestro nuevo destino (café de tarde, de mañana, de esperas), era que moldeábamos a la sociedad, creando actitudes. Marcos referentes. En ese café de aire ocre, seguía escuchando cómo trataban de entender a los de mi género (porque habían más. Más de nosotros. Creo).
-Bah, eso son tonterías, ¿cómo puedes llamarte cronopio a ti mismo? –decía el misterioso personaje de boca azulada que no atinaba a dibujar una sonrisa completa en su cara, intentando comprender mi parafernalia-.
-Se puede, -le decía yo a mi amigo inocente de tardes de café (marrón claro), a un posible editor-, te aseguro que se puede constituir un marco y sentirse conforme a él. Bueno..señor mío, no sé si conforme sería la palabra; pero ciertamente, habituarse a uno, si. Apegado a eso. A esto que ahora soy.
Su mano, posada sobre mi brazo me molestaba un tanto. Sin embargo, no me atreví a mencionárselo por temor a que me dejara sin cobres y sin lucas. Que no vendiera nada pues, que se sintiera desinteresado, rechazado, y entonces, fraguante en sus emociones, ya no se interesara en mi, ni en mi obra, y volviese a dejarme, agazapado, entre la antología, en el cajonzuelo de madera y la tentativa de ser un cronopio vivo.
¡Ah!, pues sí. Me parecía, ahora de golpe, sin más pensamientos que no se volcaran a carcajadas sobre mi delgada tez de hombre dominante, desordenado, negligente y soñador, que no era todo esto más que una tentativa de ser diferente al resto, de marcar una pauta. Ja. Je. Je!.. así que ¿era por esto, y no por otra cosa que me entretenía en hacer de mí algo no convencional, fuera de los marcos estereotipados?, ¿para venderme? ¿Es qué todo era una compra-venta? ¿una dinámica de retos?, de ¿yo digo y tú replicas?. Marco lo había oído de nuevo, a lo lejos, tan lejano, que no le importaba si era cierto o no lo que sus oídos recogían:
–Un cronopio, vaya estupidez!-
Invariablemente, tú replicas y yo pacifico. Tú calmas y yo, considerando que tenía la razón, -y siempre sería así- replicaría por mí, por ti, por lo que no era certero a mí. O adecuado. Esta es la dinámica.
El cronopio, al menos el mío, nacía de las entrañas de Cortázar, y sólo vivía para ser otro de la especie, diferente a las famas y las esperanzas. En realidad no le agradaba ningún enfoque en particular, y tampoco los alter-egos de ello; pero puestos a que esta sociedad le encanta lo extravagante -y a mí, también, confesaba Hilario, mi representante, por eso, moría porque se publicaran mis escritos- aunque no se atreva a aceptar las diferencias abiertamente, es de saber que las busca irremediablemente.
Marco, mi cronopio, Intentó hacer lo mejor que pudo. Aunque no era su propósito, hoy; tampoco, mañana, era parte de su tabla de valoraciones.
Respira profundo.
Seguramente, los cronopios son bien conocidos por todos, sabidos, reconocidos más de lo que se piensa; ya que no forman parte del clan: Monkey see, monkey do" y sin embargo, no por ello menos usado el guante de boxeo en las diferencias.
Respira profundo. De nuevo; tú, Marco. Hilario. Los demás.
Probablemente, al final de mi suposición esté en lo correcto una vez más, pues es casi seguro que este cronopio no les haya dicho nada nuevo, aunque aparentara ser así. Aunque, quisiera ser así. Lo intentó, de veras. Como decía antes, lo mejor que se pudo.
Al final, tendría que conformarme con lo habitual del régimen mundano: que todos y todo éramos iguales o somos lo mismo sin serlo, verdaderamente. Ese había sido mi intento de hoy, uno que finalizaba con la luz del sol acostada sobre el Ávila; un intento verde, húmedo y cortaziano, con la creencia maltrecha -algo-, pero galopante, de haber podido ser algo diferente. Y serlo, aunque sólo fuera para mi entrevista con el tiempo indetenible.