"Ojalá, y no desaparecieras!

         Iba, de nuevo, enfilando hacia el  espacio.  -¿De regreso, quizás?-, cuando se percató que algo no funcionaba bien.  Tomó el mando de control entre sus pequeñas manos lampiñas y blanquecinas, de tono azul-venoso, y decidió asentarse en tierra firme. Estaba sobrevolando el aeropuerto internacional Simón Bolívar.   Se preparó para la maniobra de aterrizaje.

         Ya a mil quinientos pies de altura, viró en un giro suave de setenta y cinco grados, donde había avistado una explanada luminosa, en tonos argenteos, donde podría posar los soportes metálicos  de sus patas traseras, similares a esquíes que surcan la nieve;  sabía que la explanada no se parecía en nada a un pastizal o a una hacienda abandonada, y esto estaba resultando un tanto imprevisto, para hacer una correcta maniobra de aterrizaje; pero Daya Almah lo estaba disfrutando. Traía puestos unos lentes gigantescos para la complexión de su cara, cuadrados, confeccionados en un material que parecía ser acrílico, pero definitivamente, no lo era, y el color de la montura se parecía bastante al anaranjado, pero mucho más sutil y vibrante.  Volaba en medio de un silencio atónito y abrasador, jugando con sus pensamientos itinerantes, mientras enderezaba el respaldar de la silla hasta colocarlo totalmente vertical.  Sin acrobacias, alineó la nave en posición horizontal con el espacio, y se dispuso a aterrizar.  Se colocó lo suficientemente cerca del suelo, a escasos centímetros del centro de la explanada, previendo cualquier posible fallo del motor.

       Con la mirada circunspecta del que aprende de lo que ya sabe, en cada vez, una vez más y un tanto lejana pensó en lo que les diría a sus compañeros acerca de este tiempo...¿realmente, podían ayudarlos en algo?, ¿se ganará realmente algo con toda esta información? – se preguntaba el embajador Titlán para la Tierra...-.  A veces, Daya, llegaba a sentir la crueldad  de la desnudez del psiquismo.  Porque...¿para qué?, si lo demás seguía pesando más, si preferían los velos corridos y la no-verdad, aún; si además existían leyes que no se podían saltear.

       Ya, en  tierra, el hombre de estatura media, de cuero cabelludo brillante, estudiaba el panorama a través de una de las ventanillas del lado derecho del aparato.  No percibía nada fuera de lo normal.  Decidió salir.  Accionó un interruptor y de inmediato se abrió la puerta delantera y se extendió una escalera plegable que daría paso a sus pies.  Bajó lentamente, pero con sus sentidos en hiperkenesis para

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