No se sabía si era un gigante o una de esas criaturas, que sin saberlo pertenecía a una especie, la suya, propia –como todos, que al final quedábamos enmarcados dentro de algo para saber qué éramos-. En el medio, entre ellos dos, esta criatura aparecía y se veía como un gigante, y por supuesto de una especie diferente a la humana. Se parecía a un dragón, pero no de esos que escupen cualquier cosa por la boca, sino de los que expulsan, lava, rocas, y fuego, también.
Padecía de un síndrome extraño. El síndrome draconiano. Un complejo de personalidad, -decían algunos, en el pueblo-. <Epa, mire usted, que todo lo tengo aquí, entre el pecho, la espalda y la boca; pero sin espadas>. Eso lo había dicho él, entre ellos. Lupuleto, que no pertenecía a la familia de los Capuleto, aunque parecía tener cierto parecido con ellos, y de donde era posible que se derivase una sutil y oscura tendencia a la depresión, como si de un lazo invisible, genético se tratase, con los Capuleto, pues. Después de tomar en sus manos todas las fuentes entrevistadas y leídas, las observaciones hechas, todo reducido a anotaciones en un block de colores, pensó en incinerarlo con su propio yo draconiano; pero antes de hacerlo, decidió sentarse, allí, en aquella mesita rectangular, la cual estaba ataviada con un mantel como de raso azul marino y un tapete sobrepuesto, encajado es sus propios encajes blancos. Alumbrada, la mesita, y el gigante por un quinqué de bronce, tallado con arabescos en tonos amostazados; su luz, nebulosa, como de un sol extinto y perdido en algodones blancos o en días donde la lluvia tuviese el coraje de arrancase prematuramente, cual parturienta primeriza y desbocada, intentaba entender algo de eso que había hecho con sus pensamientos de gigante. O incinerarlos. Para siempre.
Lo acompañaba, al gigante, otro gigante, y nosotros, los que lo escuchábamos –o al menos, eso era lo que él creía, que lo escuchábamos- una hora o dos, a lo sumo, en esas noches en que él decidía soltar su rol de protector de puertas solares y se regalaba un espacio de tiempo para no consumir sino para crear.
Era el propósito ahora de este gigante. Cero destrucción momentánea, pues entra tanta natura de esto iba a terminar extinguiéndose a sí mismo. No. Tenía que pensar. Pensar en sobrevivir, y hacerlo de otra manera. Diferente a la de sus predecesores. Tratando de esclarecer los puntos negros que aún hacían agujeros en su papel des/entintado, en lo incoherente de su peregrinar por los cielos de Espíritus insondables.
Seguía, apoyado en la mesita camilla, leyendo sus soliloquios, tratando de hacer un interdicto para su causa y no morir por ella.
Estaba en el estrado. Lo culpaban de haber arruinado tantas vidas con su fuego; pero era su naturaleza. ¿Es que no entendían que él solo era un dragón? ¿por qué no podían ver ellos, lo que él veía en el espejo?.
Él insistía en su defensa. El gigante, persistía, diciéndoles que les había salvado de las negatividades de la guerra, el hambre y la muerte lenta. La de la toxicidad.
Pero, ellos no querían escucharlo –está loco, se decían entre ellos!, ¡la silla eléctrica!..y el gigante, el pobre, que creía firmemente haber actuado conforme a su naturaleza, no entendía por qué lo mancillaban, por qué lo castigaban.
Seguro de ello, y harto de que no le creyeran y lo vieran como un simple humano más, empezó a echar humo. Y más humo.
Cerillas encendidas corrían por los pisos de madera, el dragón aparecía ahora encendido en sí mismo. El juicio había concluido por voluntad propia.
Sin posible entendimiento con los humanos, se iba a refugiar en los de su misma especie, y para ello, tenía que morir…y, luego, como el ave Fénix, renacería.
La carne olía a quemado. La asfixia era notable y avasallante.
La gente corría hacia la puerta, hacia afuera. A nadie, le importaba ahora el gigante, o el dragón, si era humano o no. Si había cometido crímenes o había sido justo. Sólo les importaba salvar su propio pellejo.
Pellejo sin ahumar para envejecer con el visillo puesto en la propia existencia.
CCs, 09-2011